Ahora que es sábado por la tarde y nadie me va a leer, voy a contar un cuento...
Había una vez una joven llamada... Cándida, mismamente, la cual conoció a un mozo bien plantado, que estudiaba en su mismo instituto. Ambos se gustaron y, como suele ocurrir en estos casos, tantearon la posibilidad de emprender una relación; finalmente, después de seguir los pasos estipulados en el protocolo no escrito de relaciones sentimentales heterosexuales, empezaron a salir de manera oficial.
El jovenzuelo pronto se hizo popular y se convirtió en un invitado imprescindible en toda celebración familiar. La madre de Cándida, una mujer del sur, presuntuosa y descarada, resplandecía de alegría al haber colocado tan rápida y eficazmente a su hija.
Cándida se acomodó gustosa a la vida en pareja, dejó de lado a sus amigas (¿quién necesita amistades teniendo a un hombre a tu lado? -debía de pensar ella-) y, pasados unos años, decidió proponerle a su novio dar un paso más en su relación, embarcándose en una hipoteca.
El joven aceptó y, dejándose llevar por el optismismo que reinaba en la sociedad meses antes del estallido de la crisis, adquirieron (o más bien, el banco adquirió por ellos) un completísimo chalet con piscina y jardín situado en una coqueta urbanización situada en las afueras (es decir: en mitad del monte).
La hipoteca engullía la práctica totalidad del sueldo de enfermera de ella y el cien por cien del de reponedor de supermercado de él, pero no importaba: tenían su nidazo de amor.
Empezaron a convivir en su nuevo hogar y, de repente, surgieron nubarrones de tormenta (sí, ya sé que esta metáfora es un cliché con patas); nunca antes habían permanecido juntos bajo un mismo techo más de un fin de semana y, súbitamente, el novio de Cándida sufría clautrofobia, empezó a salir cada vez más con sus amigos (a los cuales él no había renunciado) y comenzó a pasar alguna que otra noche fuera.
Cándida, repentinamente, se vio sola, aislada y asustada en su palacete, con la única compañía de una pareja de perros guardianes.
Finalmente, una madrugada solitaria e invernal en la que la urbanización parecía desierta, Cándida decidió coger el coche, arrancó y presa de un ataque de ansiedad condujo a toda velocidad... hasta casa de mamá y papá.
Cándida regresó al nido con la cabeza gacha y tuvo que instalarse de nuevo en la habitación de su infancia; a su madre le costó digerir el fracaso de su hija y al final optó por correr un tupido velo y fingir que nada había ocurrido.
A día de hoy, la relación entre Cándida y nuestro chico protagonista está rota, pero conservan algo especial que los unirá durante mucho tiempo: un chalet de tres plantas con piscina, jardín e hipoteca del que deben deshacerse urgentemente.
hoy me ha entrado el agobio de mi vida, y es porque por fin me he independizado, malindependizado mas bien, y voy a tener que hacer malabarismos para pagar el alquiler y comer (sólo eso) con lo que (mal)gano.
ResponderEliminareso si, estar con mi novia, por lo menos, no me da claustrofobia :)
¡¿Quién necesita comer teniendo una casa?!
ResponderEliminarXD