Hoy nos ha sorprendido la muerte de la icónica Margaret Thatcher y se da la casualidad de que la semana pasada tuve una experiencia que provocó que me acordara de su permanente. Y es que estuve en Reino Unido visitando a unos amigos en Londres y decidimos organizar una excursión a Cambridge.
Compramos los correspondientes billetes, nos plantamos en la estación de Liverpool Street y nos subimos al vintage tren de la compañía Greater Anglia que debía llevarnos, en teoría, a la célebre ciudad universitaria.
Y remarco lo de "en teoría" porque, justo cuando llegó la hora programada para emprender el trayecto, un trabajador de la estación se plantó fuera del tren y se puso a gritar que había sido cancelado por una avería. Y punto. El tipo no se dignó ni a subir al convoy a informar a los escasos viajeros que esperábamos la partida.
Tras el desconcierto inicial, nos abalanzamos sobre dicho trabajador para preguntarle qué debíamos hacer y, sorprendentemente, nos malinformó de que no había autobús ni tren sustitutorio, así que debíamos buscarnos la vida.
Maldiciendo las privatizaciones que la Dama de Hierro llevó a cabo durante sus -casi- tres mandatos, exigimos información en las taquillas y la encargada nos comentó que teníamos que coger el metro y trasladarnos a la estación de King's Cross donde podríamos subirnos a otro tren que nos llevaría a nuestro destino.
Así pues, nos tocó pelear con los empleados del suburbano porque, obviamente, no íbamos a pagar el trayecto de una estación a otra cuando sólo estábamos utilizándolo por culpa de la compañía de trenes y, finalmente, conseguimos llegar a la estación y coger el tren una hora después de lo previsto. Menos mal que lo nuestro era viaje de placer...
Moraleja: No maldigáis mucho a RENFE, que la cosa podría ser peor todavía.
¡A los mineros que les den por culo!
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